1 sept 2008

Todo lo que un hombre puede merecer,
sus rápidas horas de felicidad, su esperanza,
el amor que guarda entre sus versos,
la sombra inexplicable de esos sueños
que debieran perdurar más que sí mismo;
todo está tocado por la luz de sus palabras.

Un hombre es la medida de los actos
que cada día explican su presente,
un hombre es el tiempo que dedica
a soñar una verdad, a tender mágicos puentes
que puedan acercarle lentamente al infinito.

Pero a un hombre le corresponden tan sólo
aquellas cosas que haya nombrado realmente.

Hasta que no decimos vida, amor, tiempo, muerte;
hasta que no hablamos por nosotros mismos
el bien que anhelamos a nadie pertenece.
Y aún está muy lejos del deseo primero
el corazón que pretende amar un sueño de nadie.

Todo lo que decimos entonces
es el eco furioso de otro eco,
la voz muerta de un claro silencio.

Hasta que un día pronunciamos
sin asombro alguno
el nombre puro que realiza las cosas,
que nos lleva a reconocer su existencia,
la esencia de aquello que fuera un enigma
por estar más allá del verbo preciso.

Entonces decimos: vida.
Entonces decimos: siempre.
Y acaso cada cosa merecemos
cuando hemos comprendido su forma,
porque es simple su modo de estar en nosotros.