8 jul 2008

Hay un lugar difuso que aparece
entre un mal y su ansiado remedio,
un lugar que oscila
entre la conciencia del problema
y el sueño cifrado de la solución.

Ese lugar existe.

Todos saben que es posible
errar azarosamente y caer solos,
fingir como inertes marionetas ciegas
que hubieran olvidado su papel.
Y entonces uno debe crear la forma,
suponer la vida sin haber vivido,
intuir de un modo confuso
que si el problema sigue estando en uno
la solución a todo estará dentro.
Pero puede que así sea más fácil
dar palos de ciego en mitad de la noche,
llorar en secreto, llorar
por lo que no pudo ser nuestro,
asesinar al animal terrible de la tristeza
y mentir acerca de la vida y de la nada.

Como también puede pasar
que la esperanza,
esa extraña costumbre,
nos obligue a recordar qué somos
más allá de ese lugar difuso
que hay dentro de cada uno.

Pues, a veces, la esperanza
no tiene objeto ni puertos premeditados,
deambula por el alma como un niño
cuya sola presencia ya es motivo de alegría.

A veces, la esperanza,
esa extraña y obstinada costumbre,
es otra humana solución a lo imposible.