16 ago 2007

Bajo el Influjo del Tiempo:




Registro una y otra vez la misma voz. Le pido la nostalgia de los árboles milenarios, el fuego huracanado del desierto. La oigo hablar y hablar, una y otra vez, en un lenguaje profundo y aterciopelado, que recibo como huella en mi silencio. Un lenguaje veloz, espontáneo, de miradas tibias, de angostas inflexiones. De susurros violentos como truenos más que lejanos. La miro una vez más sin entender lo que está diciendo. Su voz, eslabón de sombra, me invade como una fuerza estática; como la imagen devastada de la piedra, que una vez alisada, se conforma con existir. Su voz dice lo que parece callar en los parajes fugitivos de la infancia. Es ella. Ella es el néctar; la densidad que deja tras de sí la primavera. Me mira. Su mirar es pura ausencia. Se repliega en horizontes imposibles, que más allá del devenir ofrecen su respuesta. No sé contemplarla sin asistir un sentimiento ingrávido, de tristeza impasible. No sé qué ofrecerle. Su voz continúa tejiendo un nexo apenas audible; mientras yo trato de recoger, entre brisas infinitas, su modo de huir sin remordimientos. Es ella. Sé que es ella. Resuena en las ciudades el cantar de aves atrapadas junto al grito del amenazado.
Si supiera descifrar todos sus gestos, y hasta el verbo cansado que no entiendo…

Al final se va, desaparece; huye como todos los enemigos del invierno hacia el océano austral. Acaso era ella el ocio de la locura, la vastedad temprana del amanecer que mitiga los delirios del insomne. Con ella parte el sortilegio del deseo, encubierto por la soledad en esta hora sonámbula. Quedo yo en esta plaza de nadie, preguntándome cuántas veces habré amado como ahora.