14 jun 2007






La muerte es un animal dormido, que sueña el devorarnos. Ahora sé que debo evitar su nombre, llamarla sólo cuando esté preparado para temerla, y así abarcar su sombra introspectiva como si consistiera en un enigma racional; acertijo para la filosofía y ensoñación para el poeta. Los nombres de la muerte variarán siempre en consonancia con lo circunstancial, pero a algunos les es dado creer que ésta tiene una sola apariencia oscura, irremediable… Sórdida como la humillación a manos de quien consideremos nuestro amigo, aun cuando dicha relación no pueda ser probada.

Quien nunca consideró que la muerte pudiera ser la única salvación, el cierto descanso al margen de cualquier paraíso, acaso deba atesorar en su interior las mismas fuerzas que conforman a algunos seres mitológicos, cuya sabiduría residiera en el valor con que se enfrentan a las imágenes trágicas del devenir, a las posibles pesadillas cotidianas, o al tormento que da lugar al héroe más audaz: el mismo que no teme a la muerte ni a los muertos. Se me ocurre que dicho tormento sólo pueda equipararse con la despedida definitiva que puedan depararnos nuestros seres más queridos. Quiero decir con esto, que acaso ciertos héroes no teman ya su propia muerte porque a menudo ésta ya les ha privado, de un modo u otro, de aquello que en verdad consideraban más preciado. A veces, cuando hablamos de muerte, hablamos también de la brisa estival, de sonrisas inesperadas, de creación, de vida, de amor a la vida.