12 feb 2007

El yo reside en habitáculos solemnes.
Estancias pobladas por fantasmas ausentes,
en las que a solas se debate ciego
entre el nacimiento y la muerte.
Supone a veces un difícil acto de fe
creer en el yo como algo concreto,
un pensamiento perfecto, una emoción,
un artificio que podría preceder a su conocimiento.

Es difícil creer que el yo, ese dueño invisible,
es en verdad algo más de lo que vemos.
Como el gran actor que en jaque perpetuo
supiera tan sólo interpretase a sí mismo,
el yo sabe disfrazarse de los enigmas que ama
buscando que cualquier esencia le pueda ser propia.
Acaso para confundirse con la belleza que observa
asume en secreto el papel de lo ajeno,
como si no le bastara con ser lo que fuera,
como si en su lugar a veces hubiera un espejo.

Se dice que éste reside dentro,
acaso en la profundidad de la entraña desnuda
que sólo responde a las caprichosas señales del cerebro.
Pero si el yo existe, existirá en soledad,
en el estiaje de un río celeste, imaginario,
como navegante interrogado que buscará perdurar
en el trasmundo vacío de los días que quedan.