12 feb 2007


¿Cuántas tardes más deberé pasar ausente,
fingiendo acaso ser amado para no rendirme,
removiendo los despojos del tiempo consumado?
Hubo cielos más altos, calles que conducían a la luz,
tardes que sólo podían soportarse desde la melancolía.
Hubo; mas no puede prolongarse lo que empieza
en el difícil límite en que termina al comprenderse.
Presente el ardid de la costumbre,
el hábito de vigilar el paso de los días;
la noche convierte en fantasma la vigilia
mientras el amor, ese hueco de presunta sombra,
se desdibuja como rostro tras las últimas lluvias.
Me aferro a una rutina que resulta absurda,
que consiste en llenar con el mismo pensamiento
los pálidos cristales de la tarde enrarecida.
Pudo ser éste un hábito inconsciente,
la muda imposición de un rito consabido
por el que me sentía más cerca de la vida.
Mas nada de esto se sustenta ahora.
La magia que impregnase la luz de cada día,
se aleja de mis manos como un viento inesperado
que cruzó a tientas el prófugo vacío del instante,
barriendo para siempre su perfecta armonía.