24 ene 2007

Ya es tiempo de sembrar lo nuevo.
Sobre los jardines de invierno aparecen
rumbos infinitos como frutos apetentes.
Invaden la imaginación perversa,
con su sola proyección espléndida
jóvenes anhelos y aventuras casuales.
Todo está por escribir en el libro del silencio.
Los ojos permanecen fijos, grávidos
ante la vibrante llamarada cósmica,
por cuya imprecisa intuición percibimos
estar abocados a reinar en viejos jardines.

Buscamos nuevos motivos para recomenzar
aquello que tal vez nos hiciera de otro modo,
el roce cruel de un tiempo contrario,
del que pudimos extraer conciencia de lo propio.

¿No es acaso un deseo perverso?
Pues ya vivimos nuestra trascendental empresa.
Y la novedad que anhelamos consistiría
en abrazar de nuevo un tormento idéntico
al que ya dedicaramos nuestros esfuerzos.

Acaso tan sólo sea nostalgia del infierno.
Mas para este sentimiento no hay cura,
pues consiste en añorar lo que pudo ser
límite fatal de este proceso.

Sin embargo,
cabe la posibilidad, es cierto,
de que esta nostalgia sea el verdadero desafío.
Y así continuar viviendo para el sueño.
Y así existir. Existir. Amar. Creer.
Sin tener que reconocer que nuestro tiempo
consiste en realidad, por más que lo neguemos,
en poder abrazar sin temor lo venidero.